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Política: La generación de Darío y Maxi

26/06/2025 | 116 visitas
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Por Diego Molinas_ Hace 23 años, en el Puente Pueyrredón, vivimos una de las represiones más brutales de nuestra historia reciente. Ese día nació una marca generacional: la del aguante sin recursos, la del puente como símbolo, la de una revolución intentada desde el barrio. Hoy seguimos ahí, en cada marcha, en cada pelea, honrando la memoria viva de Darío y Maxi.




Pasaron 23 años desde que el gobierno de Duhalde asesinó a Darío y Maxi en el Puente Pueyrredón. Recuerdo mucho la noche anterior, similar a esta: sabíamos que al otro día íbamos a ser parte de una jornada histórica. A mis dieciocho años, la épica de esos días tenía un efecto metálico en la aspiración revolucionaria que imponía el espíritu gregario de la época.
Las últimas reuniones de organización de esa tarde combinaban una mezcla de preocupación con una férrea decisión de que “mañana sí o sí subimos al Puente”. La adrenalina no dejaba dormir; la mente ensayaba múltiples escenarios y se exigía a sí misma templanza para estar a la altura de las circunstancias o, incluso, aportar algún gesto digno que sumara al cuidado colectivo.
Duhalde y su gabinete —muchos de ellos devenidos en extraños ensayos de políticos populares— amenazaron con que, si subíamos al Puente, iban a reprimir. La acción reivindicativa era una medida de fuerza contra el hambre y la desocupación: se iban a cortar todos los puentes. En mi caso, yo, con un grupo de la juventud, tenía como tarea garantizar la quema de gomas en Puente La Noria. Sin celulares ni grupos de WhatsApp, la comunicación y sincronización era una proeza militante mediada por el compromiso de muchos compañeros y compañeras que caminaban los barrios, visitaban a cada compañero/a e informaban cómo iba a ser la jornada; la puntualidad y la responsabilidad eran muy importantes en una movida tan grande.
Desde temprano nos juntamos en la rotonda de Puente La Noria. Nuestros compañeros, en las estaciones, iban a un teléfono público, llamaban a la casa de algún compañero y, de a poquito, comunicaban cómo avanzaba la jornada. En mi caso, subimos a Puente La Noria, lo cortamos, prendimos fuego las gomas y, unos minutos después, la Infantería de la Policía Bonaerense, con perros, arremetió brutalmente contra nosotros. Al replegarnos hacia el barrio, una respuesta de nutridas piedras, bulones y gomeras nos permitió salir ordenadamente, con compañeros golpeados pero sin detenidos.
Cuando llegamos al local, las noticias del Puente Pueyrredón eran duras. Teníamos compañeros nuestros allí y el rumor decía que Darío, el pibe del MTD con el que hace una semana habíamos ido a hacerle el aguante a la asamblea de vecinos de Gerli, estaba gravemente herido.
La impotencia era muy grande: llegaban noticias de compañeros nuestros hospitalizados, baleados y detenidos. Tomamos la decisión, con los compañeros de La Rivera (Budge, Fiorito, Caraza, Diamante y Centenario), de ir a Avellaneda a buscar compañeros. Las noticias que llegaban eran que los estaban cazando y que había muchos que habían quedado solos.
Nos subimos a una F-100 vieja y fuimos a Avellaneda. Agarramos algunos muebles viejos y los pusimos bien vistosos para que, si nos paraban, pudiéramos decir que estábamos haciendo un flete. Teníamos un cagazo bárbaro, pero igual fuimos.
Apenas llegamos a la estación, vimos a un compañero de Varela que estaba parado en una parada de colectivo: “ninguno me quiso llevar”. Subió con nosotros y, más o menos, nos fue indicando por dónde habían desbandado compañeros. A cada rato nos cruzábamos alguna camioneta de la cana a gran velocidad; nosotros íbamos despacio y el viejo Walter se hacía el boludo. Fuimos encontrando compañeros/as sueltos por todos lados: hicimos varios viajes a Gerli, a Wilde, para ir sacándolos de la zona. En un momento, cuando fuimos a ver si alguno estaba en el andén, al pasar vimos el charco de sangre de nuestros compañeros; fue un montón. Sabíamos que peleábamos contra los horribles, pero esa imagen no se me borró nunca más.
Después de varias recorridas nos fuimos al hospital Fiorito, que en esas horas funcionó como centro ilegal de detención. Hubo simulacros de fusilamiento con postas de goma, desnudaron compañeras, les tiraron agua, usaron balas de plomo, cruzaron todos los límites de lo legal y asesinaron. Horas después, un compañero de nuestro mismo espacio le daría una hermosa piña al comisario Franchotti: tanta dignidad y coraje alivió la rabia y la impotencia.
Es cierto que salimos pidiendo comida; es cierto que ganamos planes sociales en la calle y que, en medio de la intemperie, los “barrios bonaerenses” eran una excusa organizativa y una ayuda básica, necesaria, urgente en momentos en que la desnutrición caminaba los barrios.
Todo eso es cierto, pero también es cierto que nosotros, esa generación, intentamos la revolución. Fuimos pequeños si se nos comparaba con la audacia de los setenta; fuimos muy silvestres y rústicos si se nos compara con la generación siguiente, la que creció en volumen en la gestión del Estado.
Pero fuimos una intención muy honesta de intentar la revolución. Así concebimos nuestra militancia y, en las calles, forjamos amorosos modos de defendernos y cuidarnos. La generación de Darío y Maxi quedó allí, casi como un impasse de la historia, pero existimos en tiempo pasado y presente: una generación militante, profundamente barrial, que desafió todo lo que se le impuso y transitó, entre el hambre y la revolución, un camino propio, con sus héroes y sus victorias.
Quizás la parte de la derrota es la más interesante, porque es la que quedó inconclusa. La militancia del privilegio necesitó pasar rápido la hoja de nuestro tiempo. Hoy, en la marcha de los jubilados, veía muchos rostros que vi hace 23 años atrás: algunos fotógrafos, otros abogados, otros curas, otros con un cartel.
Pero ahí y acá estamos: la generación que intentó la revolución, que tiene una derrota inconclusa y una revolución por hacer. Las calles siguen reclamando, la injusticia sigue ardiendo, la revolución sigue pendiente; llegará más temprano o más tarde. Mientras quede aliento, vamos a estar ahí, como ellos, como Darío y Maxi.


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