Por Diego Molinas_ La frivolización no es patrimonio exclusivo de los libertarios: también se expresa en quienes, con otra estética, eligen protagonizar el espectáculo antes que disputar el proyecto. Que Ofelia Fernández, cuya fuerza política pelea lugares y lleva candidatos en la lista de Fuerza Patria, afirme públicamente que no la va a militar, no expresa disidencia política, sino adaptación a una lógica donde la construcción real cede ante la comodidad de la escena.
La frivolización de la política no es solo una marca del universo libertario. Es un síntoma de época, una forma más sutil —y por eso más peligrosa— de despolitizar lo común. No se expresa solo en los trolls del mercado o los profetas del odio. También se cuela, con otros códigos y otra estética, en quienes dicen hablar en nombre de lo nuestro. En vez de interpelar esa lógica, algunos eligen adaptarse: imitan los formatos, replican los tonos, construyen sus propios personajes. Lo que cambia es el decorado. El resultado es el mismo: el vaciamiento de la política como herramienta transformadora.
Una parte de la dirigencia emergente que se autodefine como progresista ha dejado de disputar sentido para empezar a jugar con los reflejos. En lugar de ofrecer una contraimagen sólida frente al desquicio libertario, construyen personajes en espejo: no para oponer proyecto a proyecto, sino para responder con arquetipos mediáticos a los trolls del régimen. En vez de política, espectáculo. En vez de pueblo, marketing de sí mismos.
Pedro Rosemblat encarna la versión progre del Gordo Dan: un comunicador que se presenta como astuto, popular, descontracturado, pero que termina operando como un espejo invertido del cinismo libertario. Humor, sí; pero sin ideología. Ironía, sí; pero sin conflicto. Su programa Gelatina, más que una trinchera cultural, es una cápsula de evasión disfrazada de política. Un lugar donde la realidad no incomoda, donde lo político es contenido y la comunidad, audiencia.
En ese mismo escenario, Ofelia Fernández —militante del Frente Patria Grande— completó la escena. Frente a la misma cámara, declaró que no va a militar la lista bonaerense, a pesar de que su espacio político peleó con uñas y dientes por los lugares y lleva candidatos en esa misma boleta. No se trata de una ruptura ideológica ni de una renuncia al armado: se trata de un gesto público de desmarque sin costo, que busca preservar la narrativa personal por encima del compromiso colectivo. Una forma de hacer política que se rige por el estado de ánimo, no por la responsabilidad; como si se pudiera negociar espacios, garantizar nombres y luego elegir no hacerse cargo, con el argumento de que “no entusiasma”.
Y en otro registro del mismo fenómeno, aparece Juan Grabois, quien se percibe a si mismo como líder mesiánico. Mientras Milei se erige como un falso profeta del mercado, Grabois responde con el gesto de quien baja línea desde una montaña moral. Su retórica espiritualizada, su constante apelación al martirio personal y su pulsión redentora componen un personaje esotérico que invoca fe . En vez de disputar poder, se propone como conciencia superior. Un sacerdote sin iglesia.
Rosemblat, Grabois, Ofelia. Distintos entre sí, pero conectados por una lógica común: la política reemplazada por el personaje. La práctica colectiva suplantada por la narrativa individual. Son versiones progresistas de los mismos arquetipos que Milei y los suyos instalan en la escena pública: el comunicador troll, el mesías solitario, la influencer política. Sólo que ahora, con otra paleta de colores.
Pero el problema no es solo formal ni generacional. Es de clase. Porque lo cheto, incluso cuando juega a ser rebelde o progre, termina banalizando lo que para los sectores populares es sagrado: la militancia, el territorio, la historia, la organización. En esos mundos, la política es un juego de estéticas.
Y ahí está la clave del momento: mientras se impone una cultura política construida desde el yo, desde el algoritmo y desde la superficie, lo que queda vaciado es el sentido de lo común. La política se vuelve pose, el conflicto se convierte en tema de contenido, y el poder real desaparece detrás del brillo de un personaje bien armado.
“Acá tenés los pibes para la frivolización”. Es el nombre de un síntoma: el vaciamiento del compromiso en manos de quienes convierten la política en espectáculo, y el espectáculo en horizonte. Es el triunfo de lo cheto disfrazado de popular. La política sin pueblo, sin historia y sin responsabilidad.
Pero la frivolidad, como toda moda, va a pasar. La militancia va a quedar, la que no sale en los streamings de moda, ni forma parte de las listas, LA MILITANCIA.
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