Todo eso es cierto, pero también es cierto que nosotros, esa generación, intentamos la revolución. Fuimos pequeños si se nos comparaba con la audacia de los setenta; fuimos muy silvestres y rústicos si se nos compara con la generación siguiente, la que creció en volumen en la gestión del Estado.
Pero fuimos una intención muy honesta de intentar la revolución. Así concebimos nuestra militancia y, en las calles, forjamos amorosos modos de defendernos y cuidarnos. La generación de Darío y Maxi quedó allí, casi como un impasse de la historia, pero existimos en tiempo pasado y presente: una generación militante, profundamente barrial, que desafió todo lo que se le impuso y transitó, entre el hambre y la revolución, un camino propio, con sus héroes y sus victorias.
Quizás la parte de la derrota es la más interesante, porque es la que quedó inconclusa. La militancia del privilegio necesitó pasar rápido la hoja de nuestro tiempo. Hoy, en la marcha de los jubilados, veía muchos rostros que vi hace 23 años atrás: algunos fotógrafos, otros abogados, otros curas, otros con un cartel.
Pero ahí y acá estamos: la generación que intentó la revolución, que tiene una derrota inconclusa y una revolución por hacer. Las calles siguen reclamando, la injusticia sigue ardiendo, la revolución sigue pendiente; llegará más temprano o más tarde. Mientras quede aliento, vamos a estar ahí, como ellos, como Darío y Maxi.