Por Diego Molinas_ Frente a la trampa emocional que reduce la política al amor o al odio, urge salir del ciclo de la espera, del vaivén entre liturgia e inmediatez. Recuperar el sentido histórico, habitar este tiempo con conciencia y coraje, y animarnos no solo a volver, sino a ir: hacia un proyecto más justo, más plural, y a la altura de la complejidad del mundo que habitamos.
La trampa emocional: entre el
amor y el odio
En pocas horas, la escena pública
se cargó de pasiones extremas. “Cristina eterna”, “con vos hasta la muerte”,
“que se pudra presa”: expresiones que más parecen de hinchadas enfrentadas que
de un país atravesado por una crisis institucional grave.
Hace años que Cristina dejó de
ser solo una dirigente. Es símbolo, mito, espejo emocional. Se la ama o se la
odia, sin matices. Esa intensidad, tan propia de nuestra historia política,
encierra potencia, pero también una trampa: cuando todo se reduce a emociones,
se nubla la estrategia.
Amar a Cristina puede ser un acto
de lealtad. Pero si ese amor no se organiza, si no se convierte en fuerza
colectiva, se vuelve un límite. La política no se sostiene solo con afecto:
necesita dirección, proyecto, construcción, estrategia, programa.
Del otro lado, el odio no es
espontáneo. Se cultiva desde el poder. La judicialización, la estigmatización,
la cárcel como castigo ejemplar buscan justamente eso: una respuesta emocional
que impida pensar.
Pero la verdadera disputa no
es entre amor y odio. Es entre inmediatez y estrategia. Entre liturgia y
programa. Entre reacción y construcción. El campo popular necesita salir de esa
lógica binaria y abrir un debate profundo: sobre el país que queremos, las
formas de representación, las políticas que transforman la vida concreta de
nuestro pueblo.
Es momento de ampliar la mirada,
de poner en valor todas las propuestas y liderazgos que surgen en los
territorios. De dejar de temerle a la diversidad interna. De fortalecer una
representación política más plural, más enraizada, más conectada con las urgencias
reales. La unidad no puede ser uniformidad, ni el amor fidelidad ciega.
Necesitamos militancias que piensen.
Sobre las cenizas de nuestras
emociones debemos construir una reflexión más profunda. No alcanza con
sentir, necesitamos pensar políticamente lo que nos pasa. Reconocer el valor
del afecto, pero también sus límites cuando no se traduce en organización, en
estrategia, en propuesta. Solo una lectura colectiva, crítica y programática
del momento puede sacarnos del círculo de reacciones y devolverle a la
militancia su capacidad de intervenir en el rumbo del país.
Romper el ciclo y construir
sentido histórico
La pandemia y la postpandemia
expusieron crudamente el lugar de lo emocional en la vida social. Pero si esa
sensibilidad no se conecta con una lectura estructural del país, queda atrapada
en ciclos de frustración. En ese marco, la militancia no puede limitarse a
disputar el Estado ni a sobrevivir a su ausencia. Tiene que ser también una
forma de vida, un modo de pensar la historia, de interrogar el mundo, de
sostener una ética. Solo así es posible romper con la dinámica pendular —ganar,
perder, esperar— que, aunque parezca lucha, muchas veces reproduce el mismo
orden. Salir de ese vaivén es condición para construir algo más profundo: un
proyecto de país que no sea solo reacción o administración, sino transformación
real.
El derecho a desear la
revolución
Durante los años más intensos del
kirchnerismo se instaló con fuerza la idea de que la revolución ya había
sucedido. Una tesis celebratoria, pero clausurante, que condicionó la
militancia al rol de defensa de lo conquistado, desplazando la imaginación política
hacia el pasado. Pero no todos se conforman. Hay quienes reclaman ir más allá,
que no ven en la restitución de derechos un punto de llegada, sino apenas una
etapa. Tienen derecho a imaginar un salto hacia adelante, a construir un
proyecto de país más justo, y a llamarlo revolución. Esa inconformidad no niega
lo logrado: lo proyecta hacia el porvenir.
¿Volver… o ir?
"Vamos a volver" fue
una consigna necesaria, pero hoy debe abrirse a una pregunta más profunda:
¿volver a qué tiempo, a qué condiciones, a qué país?, lo primero que tenemos
que recuperar es la conciencia de tiempo y espacio.
Estamos acá y ahora: en
territorios atravesados por urgencias reales, donde la militancia no se detuvo.
En un mundo al borde de una guerra global y una revolución tecnológica que
reconfigura todo. No hay stand by posible. Habitar este tiempo exige otra
actitud: no esperar, sino intervenir la realidad.
Volver puede implicar recuperar
derechos, pero no podemos habitar este tiempo como si fuera una sala de espera.
Hay que pensar cómo transformarlo. Ir, no como consigna vacía, sino como
decisión de construir un proyecto a la altura de este mundo y este momento. No
repetir lo que fue, sino animarnos a construir lo que viene a la altura de un
deseo vital de humanidad y justicia.
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