En las estribaciones del Himalaya, entre valles verdes y montañas heladas, se despliega Cachemira, una región cuya belleza natural contrasta con una historia marcada por la guerra, el sufrimiento civil y el riesgo latente de una catástrofe nuclear. En abril de 2025, ese riesgo dejó de ser una hipótesis lejana: un atentado masivo y la posterior respuesta militar de la India desataron la escalada más grave en décadas entre dos potencias atómicas: India y Pakistán.
El conflicto tiene raíces en 1947, cuando la retirada británica del subcontinente indio dio origen a India y Pakistán. El estado principesco de Jammu y Cachemira, de mayoría musulmana pero gobernado por un maharajá hindú, se volvió el epicentro de la disputa. Su adhesión a la India desató la primera de varias guerras entre ambos países. Desde entonces, Cachemira ha sido dividida de facto entre India, Pakistán y China, pero sigue siendo una zona en disputa sin resolución definitiva.
El 22 de abril de 2025, un ataque terrorista en Pahalgam, perpetrado por el grupo separatista Frente de Resistencia (TRF), dejó 28 muertos, en su mayoría turistas hindúes. Este atentado brutal sacudió la región y detonó una respuesta militar inmediata por parte del gobierno de Narendra Modi, que lanzó la Operación Sindoor, atacando con misiles lo que identificó como “infraestructura terrorista” en territorio pakistaní.
La situación escaló rápidamente: hubo intensos intercambios de fuego a lo largo de la Línea de Control, con decenas de víctimas civiles y miles de desplazados. La prensa internacional registró escenas de pánico, regiones sitiadas y zonas rurales arrasadas. El conflicto entró en una espiral peligrosa que llevó a los servicios de inteligencia a elevar las alertas de posible enfrentamiento nuclear.
India mantiene desde hace años una doctrina de "no primer uso" en materia nuclear. Pakistán, por el contrario, no descarta un ataque nuclear táctico preventivo si considera amenazada su seguridad nacional. Esta asimetría doctrinal, sumada al nacionalismo en alza en ambos países, genera un equilibrio extremadamente frágil.
El alto el fuego alcanzado el 10 de mayo, mediado por Estados Unidos, logró enfriar parcialmente los ánimos, pero la región sigue siendo un polvorín. La desconfianza mutua, los grupos insurgentes activos, el discurso de odio y la militarización permanente hacen que cualquier chispa pueda reavivar el conflicto.
No se puede entender Cachemira sin incluir a China. Beijing controla parte del territorio (Aksai Chin) y mantiene tensiones con India por el dominio del Himalaya. Además, el corredor económico chino-pakistaní atraviesa zonas estratégicas para el comercio y la geopolítica global. Así, Cachemira es hoy un punto de cruce entre tres potencias nucleares: India, Pakistán y China.
Las potencias occidentales, han intentado contener la situación, pero sus esfuerzos carecen de continuidad. Rusia, tradicional aliado de India, ha guardado silencio estratégico. Mientras tanto, la ONU sigue emitiendo resoluciones que nadie cumple.
En medio de esta disputa están los cachemires: pueblos enteros sitiados, niños que no conocen la paz, generaciones marcadas por el toque de queda, la represión y la incertidumbre. La escalada reciente de 2025 mostró, una vez más, que el drama de Cachemira no es un conflicto congelado: es una herida abierta que puede desangrar a toda Asia.
La escalada militar tras el atentado de abril es una advertencia clara: Cachemira sigue siendo uno de los escenarios más peligrosos del planeta. No solo por su pasado o su presente, sino por su capacidad de arrastrar al mundo a una confrontación sin retorno. Las armas nucleares ya no son solo disuasión. En una región donde los discursos de odio, el nacionalismo y la lógica de venganza gobiernan, el futuro se vuelve incierto para todos.