La política exterior no es un asunto menor ni decorativo. Es la expresión más visible del lugar que un país ocupa en el mundo, de su capacidad para defender sus intereses, cuidar a su pueblo y construir relaciones estratégicas con otros Estados. En tiempos de crisis, exige aún más prudencia, inteligencia y responsabilidad.
Sin embargo, bajo el gobierno de Javier Milei, la Argentina ha abandonado toda tradición diplomática para abrazar un alineamiento ciego, impulsivo y peligrosamente ideologizado. La neutralidad histórica que caracterizó la postura nacional en los conflictos de Medio Oriente fue demolida de un plumazo. En su lugar, se impuso una política exterior de consigna, basada en eslóganes, emociones extremas y oportunismo geopolítico.
El episodio más reciente —y más grave— fue la celebración pública del canciller israelí Gideon Saar tras el bombardeo a una prisión iraní. En su cuenta de X (ex Twitter), Saar escribió: “¡Viva la libertad, carajo!”, el mismo grito de campaña de Milei, convertido ahora en grito de guerra.
La escena no es solo grotesca. Es sintomática. La Argentina ha dejado de tener una política internacional propia: hoy es una marca personal exportada al servicio de otros, aunque eso implique aplaudir ataques militares en nombre de una supuesta cruzada por la libertad.
Durante décadas, gobiernos de distintos signos —incluidas las dictaduras— sostuvieron una posición de neutralidad activa en Medio Oriente, basada en el respeto al derecho internacional, la resolución pacífica de los conflictos y el cuidado de las relaciones diplomáticas con todos los países de la región.
Milei rompió ese consenso. Y lo hizo con escenografía incluida: traslado de embajada a Jerusalén, respaldo incondicional a las acciones militares israelíes, y, lo más peligroso, declaración pública de Irán como “enemigo de la Argentina”.
No es solo una provocación. Es una ruptura que podría derivar en consecuencias diplomáticas, comerciales e incluso de seguridad para el país. Irán es un actor relevante en el comercio internacional, parte activa de bloques emergentes y aliado de varios países con los que Argentina mantiene vínculos estratégicos. Romper unilateralmente ese equilibrio no es defender principios: es dinamitar puentes sin plan alternativo.
En lugar de una Cancillería activa, de consensos parlamentarios o de una doctrina exterior clara, Milei conduce la política internacional como si fuera un reality show. Cada declaración parece pensada más para Twitter que para Naciones Unidas.
No hay matices, no hay cuidado institucional. Hay un solo protagonista, un relato épico y una obsesión con “Occidente” que ignora la multipolaridad real del siglo XXI.
Y mientras tanto, en casa, la inflación asfixia, los comedores populares no reciben alimentos, y miles de argentinos sobreviven como pueden en medio de una crisis brutal.
El problema no es con Israel ni con Irán. El problema es que Milei ha puesto la política exterior argentina al servicio de su cosmovisión personal, sin rendir cuentas a nadie. Y en esa deriva, el país pierde autonomía, prestigio y capacidad de acción en un mundo complejo.
Mientras se multiplican los gestos de pleitesía hacia potencias extranjeras, se debilita la posición argentina en temas clave como Malvinas, deuda externa o comercio internacional.
Y todo esto, mientras el presidente —ajeno a la realidad social del país— se dedica a jugar al profeta libertario en escenarios que poco tienen que ver con los intereses concretos del pueblo argentino.
El verdadero acto de libertad no es gritar “carajo” en nombre de otro. Es defender los intereses del propio pueblo con inteligencia, prudencia y coraje.
Hoy, Javier Milei no representa la libertad. Representa un delirio ideológico que nos aleja del mundo real, nos enfrenta con potencias innecesariamente y nos convierte en marioneta de conflictos ajenos.
Argentina merece un presidente que la represente en serio. No uno que use el Estado como escenario de su propio fanatismo.