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Sociedad Lo político bajo el régimen de la imagen
26/07/2025 | 62 visitas
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Por Diego Molinas_ En un tiempo donde la forma ha desplazado a la experiencia, donde la política se vuelve contenido y el pensamiento se mide en algoritmos, el barrio y la militancia aparecen como restos vivos de otra posibilidad. Este texto propone una crítica al nuevo orden simbólico que vacía de sentido las palabras pueblo, revolución y pertenencia, a la vez que reivindica las prácticas concretas como continuidad de una ética colectiva

Estética, algoritmo y desposesión del sentido político

Atravesamos una época rara, como encendida, diría el tango. Rara porque ya no se parece a lo que conocimos. Los patrones que organizaban el sentido común se vuelven inestables ante la prepotencia del algoritmo, que ya no sólo sugiere: impone. Encendida porque, a contramano de cierta mirada derrotista, esta época también puede ser un tiempo sublime de creación. La postmodernidad que se suponía inagotable ya caducó. Le quedó vieja a un mundo que coloniza Marte, hace guerras con drones y transmite genocidios en tiempo real.

Pero este salto estético, dominado por la dictadura de la forma y el espectáculo, no parece estar produciendo un salto cualitativo en términos de lo humano. Todo se vuelve apariencia, y toda apariencia puede ser redimida si logra ser viral. La idea se disuelve en la estética hegemónica. Lo político, reducido a su versión más superficial, sobrevive en figuras que se autolegitiman a través de performances eficaces. Y así, en la tragicomedia de nuestro tiempo, aparecen nuevos personajes.

El mesías cheto y la representación sin cuerpo

Nos encontramos con chetos que se autoperciben pobres. Viven como ricos, huelen como ricos, se visten como ricos, pero ellos —y el algoritmo— nos aseguran que son una versión mejorada de lo popular. Se autoperciben cartoneros refinados, mesías de los de abajo, militantes de piano de cola que cantan a Silvio en coro. No hay contradicción: hay producción de relato. No hay historia: hay imagen fabricada.

Y a su lado, los revolucionarios de Mekorot: hombres que ya pasaron los cincuenta pero se autoperciben jóvenes. Practican el pragmatismo como dogma. Esa lógica de la rosca que los autoriza a reivindicar al mismo tiempo al sionismo y al peronismo, a entregar el agua a una empresa del Estado de Israel mientras levantan la V de la victoria, y a declararse revolucionarios sin conflicto interno. Todo esto auspiciado por Merkorot, una empresa que, en la práctica, es parte del aparato bélico israelí en el genocidio del pueblo palestino.

La melancolía y el sobrino mediocre

Pero el problema no es sólo de ellos. Cuando se intenta señalar estas incoherencias, aparecen compañeros de otra generación —la que podría haber militado en los setenta— pidiendo el cese de hostilidades. “Son nuestros”, “no entendés”, “no son el enemigo”, dicen. Como si se tratara de proteger al sobrino mediocre: ese que no entendió nada pero hay que alentarlo igual.

El peso simbólico de los setenta —su memoria, su ética, su sacrificio— se convierte entonces en resguardo de proyectos que no tienen nada que ver con esa historia. Es como si el relato revolucionario dejara lugar a la perspectiva de la “JP lealtad” siendo funcional a blindar estéticas que no representan ni conflicto ni horizonte. Como si los que se quedaron en la plaza, salieran a bancar a los que abandonaron la calle.

Y los que acumularon décadas de gestión estatal, con ceño fruncido y cara de asco ante la crítica, nos señalan a quienes no aceptamos esta lógica como inferiores, incapaces de comprender el sublime arte de la rosca, la lapicera y la conspiración mediocre.

 

Lo político transformado en puesta en escena

Cuando lo político se define por su capacidad de circular, lo que importa no es la pertenencia sino la apariencia. Ya no es necesario haber vivido el barrio: basta con saber cómo representarlo. El algoritmo no traduce la realidad: la rediseña. No organiza mayorías: organiza audiencias.

Cuando esa lógica predomina, lo nacional y popular corre el riesgo de volverse una estética más. Una pose sin cuerpo. Un significante sin espesor. Un decorado útil para legitimar cualquier cosa. Hay una compleja falta de lenguaje para nombrar el presente.

El barrio como punto de fuga

Y sin embargo, cuando salimos del ruido algorítmico, encontramos una zona de sentido. Entre compañeros y compañeras de barrio, que sostienen espacios concretos, que militan para comer, para vivir, para resistir. Que nunca cobraron por pensar ni por organizarse. Que no hacen política para ser vistos, sino porque no hay otra manera. Y, paradójicamente, no son rubiecitos, ni huelen tan europeo como el mesías que dice representarlos.

Entre los que se quedaron en la plaza y los que, años después, abandonaron la calle, hay una generación intermedia. Un tiempo, un proceso. Un modo de hacer política donde militar en un barrio no es un gesto místico, sino algo constitutivo. Somos porque un colectivo nos hizo ser. Porque hay una práctica concreta, una forma de lazos, una continuidad.

Reivindicamos las organizaciones revolucionarias de los setenta por su decisión de jugarse la vida y combatir a la injusticia, la huella ética de esos compañeros no puede ser menoscabada por chicanas baratas y torpes a la ministra de turno, Villaruel no me parece en nada interesante y siempre será nuestra enemiga mientras reivindique lo que reivindica.

Persistencia de lo real en tiempos de simulacro

El barrio ordena, más allá del algoritmo. Ahí no funciona la pose: funciona la palabra compartida. Ahí el cheto, el soberbio, el transa, no son ponderados como pragmáticos virtuosos. Son mirados con desconfianza, con una claridad que no necesita formación teórica para saber qué es lo justo.

La militancia está. No hace falta buscarla en los streams, ni en los escenarios curados para el algoritmo. Está donde siempre estuvo: en el barrio, en lo colectivo, en la intemperie organizada. Es continuidad de una práctica revolucionaria, soberanista, rebelde. Y no se aburguesó. Aunque el tiempo diga lo contrario. La militancia esta.

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