“Escuchanos, escuchate: hay otras voces.”
La frase que abre cada emisión de La Revancha no es un lema: es una declaración de existencia. En el Centro Socioeducativo de Régimen Cerrado Manuel Belgrano, la radio se convierte en un territorio de palabra, dignidad y encuentro. Allí, donde el encierro intenta el silencio, los pibes hablan.
El estudio está lleno de imágenes: Evita, el Padre Mugica, el Gauchito Gil, Charly, el nombre de los pibes, y sus barrios. Rostros del pueblo, símbolos del barrio. Uno de los pibes bromea:
“Acá tenemos un sobrecito de jugo, pero el compañero que lo estaba haciendo se borró, así que nos quedamos sin agua. Pero nos quedaron los mates, que están piolas, así que nos ayudan a seguir compartiendo.”
El humor rompe la rutina, abre espacio a la confianza. Luego, llega la primera pregunta:
“Por lo que estuvimos leyendo en tu libro, vos naciste en Ingeniero Budge. ¿Cómo fue tu crianza?”
Budge —o Bunge, como se dice en el barrio— aparece como un punto de partida. El tren, las calles de tierra, los vecinos, la necesidad y la ayuda mutua.
“El tren era todo para nosotros. De ahí salíamos a Alsina, a Pompeya, al laburo, al Mercado Central. A veces a comprar, y otras a ver si había algo que nos sirviera. Era la forma de movernos, de buscarle la vuelta a la vida.”
Y sigue:
“Fue una infancia difícil. Hubo carencias, desocupación, golpes. Pero también hubo una fuerza colectiva: la casa la hicimos con todos los vecinos, el asfalto lo hicimos entre todos. En la inundación, nadie se salvaba solo. En mi historia, como en la de ustedes, están las dos cosas: lo que duele y lo que sostiene. Nuestra vida, como nuestros poemas, es algo que hacemos entre todos.”
Hablar del barrio es reconocerse en una historia compartida: dura, pero viva.
“Hoy me siento feliz, no porque esté en algún lugar importante, sino porque puedo estar acá, conversando con ustedes. Porque no me olvido de quién soy.”
Y agrega:
“Siempre hay más futuro que pasado. Los sueños te hacen libre. Si uno es capaz de soñar, estas paredes no sirven para nada, porque uno se va a otro lugar, aunque esté acá adentro.”
Los pibes escuchan. Hay atención y respeto, pero también identificación.
“Ustedes tienen ventaja: son jóvenes, tienen toda una vida por delante. Estar encerrado te limita, pero los sueños te abren caminos que nadie puede cerrar.”
Y aparece la música, como otro modo de respirar:
“Anoche fui a ver a Silvio Rodríguez. Ese tipo me ayudó a pensar, a soñar. Me hizo entender que el arte te salva, que la ternura también es una forma de lucha.”
El diálogo deriva hacia el amor. No el romántico, sino el que sostiene.
“El amor de la familia es fundamental. El amor de una compañera, de un compañero también. Ese cariño mutuo que te levanta cuando no tenés ganas de nada. El amor sano es el que te hace libre.”
Adrián suma:
“El amor es todo, el amor es vida. El amor sano es el que libera.”
En ese contexto, las palabras suenan limpias, sin consuelo fácil. El amor no es una idea: es lo que mantiene en pie. Una forma de seguir siendo personas aun cuando el sistema pretende reducirnos a un número o a una falta.
Entre risas, aparece un tema inesperado: las palabras, las formas de hablar, las pequeñas batallas del lenguaje.
“Cuando yo digo Volkswagen, me obligan a pronunciarlo Folswagen, en alemán. Pero cuando alguien habla de la chipa, algo que es de nuestros barrios y de nuestra gente, enseguida dicen el chipa, poniéndole artículos o acentos que no tienen razón de ser.”
La reflexión arranca sonrisas, pero deja una enseñanza: la lengua también es territorio.
“Tenemos nuestra manera de nombrar las cosas. Y en eso está nuestra identidad.”
Nombrar el mundo desde el barrio no es un error: es una manera de existir con dignidad.
En un momento, la charla gira hacia Conversaciones con Pepe Mujica. Los pibes preguntan por el encuentro y escuchan atentos:
“Pepe nos dijo algo que no se me olvidó más: había cuarenta millones de posibilidades de que naciera otro, y naciste vos. Por eso la vida hay que vivirla al tope y con ganas. No dejes que nadie te la robe.”
El silencio que sigue es compartido. No hay solemnidad, hay respeto.
Esa frase se vuelve colectiva: nuestra vida vale.
Casi al final, aparece una historia que viaja desde las cárceles uruguayas.
“Eleuterio Fernández Huidobro, el Ñato, había estado años aislado. Cuando por fin lo sacaron del encierro y volvió a ver a sus compañeros, salió al patio, levantó una pelota imaginaria y empezó a hacer jueguito. Los demás lo alentaban. Y él, sin arco ni pelota, metió un gol. Ese gol lo hizo libre.”
Uno de los pibes dice en voz baja:
“Nosotros también podemos meter nuestro gol.”
Ahí se condensa todo: la revancha no es venganza, es esperanza activa. Es la posibilidad de volver a empezar.
La conversación termina entre risas, silencios y miradas cómplices.
En La Revancha, los pibes no sólo hacen radio: reconstruyen el sentido de estar vivos.
Ahí donde el sistema quiso imponer castigo, ellos siembran palabra, memoria y dignidad.
Porque incluso en los lugares más cerrados, cuando alguien dice “escuchanos, escuchate”, algo se abre.
Y entonces, como uno de ellos escribió en una hoja doblada sobre la mesa:
“La vida tiene revancha.”
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