El día después de una elección suele ser un territorio abierto y vulnerable. No tanto por los números en sí, sino por lo que esos números reorganizan en nuestra sensibilidad. En las horas posteriores a los resultados se vieron circular, casi en simultáneo, el poema Instrucciones para campear el mal tiempo, de Robino—con su llamado a la ternura y a sostenerse en comunidad—y el video de un hombre exasperado que sostiene que “lo preocupante no es el gobierno, sino todos los hijos de puta que viven en este país”.
A primera vista, parecen expresiones opuestas: una ligada a la empatía y el cuidado; la otra a la bronca y el agotamiento. Pero ambas comparten un mismo mecanismo de circulación: no se viralizaron porque por su contenido genuino y profundo, sino porque activan una respuesta emocional inmediata.
Esto no es menor. La política de nuestro tiempo ocurre también en el modo en que se administran las emociones.
Las plataformas digitales que estructuran nuestra vida cotidiana están diseñadas para retener nuestra atención, y la forma más eficaz de hacerlo no es a través de la reflexión, la argumentación o la escucha, sino mediante la activación emocional.
Lo que se premia con visibilidad no es el análisis, sino la reacción.
No es el pensamiento, sino el impacto.
El algoritmo, entonces, captura la emoción post electoral —tristeza, bronca, sensación de desconcierto, necesidad de sentido— y la devuelve como circulación inmediata: un “nosotros” momentáneo, sin cuerpo, sin espacio, sin práctica. Sin identidad, organización o pertenencia.
Una pertenencia instantánea, pero no una comunidad.
La emoción es auténtica. Lo que es artificial es la forma en que se la distribuye, acelera y desvincula de su dimensión colectiva.
El poema, leído en ronda, con mate, con presencia, invita a sostenerse con otros.
Pero compartido en cadena infinita de historias y estados, puede volverse consumo reconfortante sin práctica social.
La bronca, discutida en una mesa entre compañeros, puede ser motor de análisis y acción.
Pero aislada en un video viral, sólo refuerza la idea de que cada uno está solo frente a un país incomprensible.
Ahí aparece el problema político de fondo:
El algoritmo permite que sintamos juntos sin organizarnos juntos.
Y esa desarticulación no es neutra: favorece modelos de poder basados en la fragmentación social.
El triunfo de Milei no expresa únicamente un giro ideológico: expresa la eficacia de una sensibilidad política individualizada, donde la pertenencia se busca en la emoción inmediata antes que en la construcción de un horizonte compartido.
No se trata ahora de revertir esa lógica con consignas más fuertes o con mensajes más emotivos.
Se trata de reconstruir las condiciones materiales y afectivas que hacen posible que la emoción se vuelva proyecto.
Ese trabajo es lento, territorial, paciente, ad extra de las redes sociales:
Volver a juntarnos, producir encuentro, la pandemia, el aislamiento se termino
Apostar a lo comunitario
Hacer de la conversación una práctica política y no una reacción defensiva.
Reponer la responsabilidad del pensar como práctica colectiva, no como iluminación individual.
No se trata de elegir entre razón o emoción.
Se trata de volver a vincularlas en el cuerpo vivo de la comunidad organizada.
Porque es ahí donde la emoción deja de ser mercancía y vuelve a ser fuerza histórica, potencia organizativa, desafío a lo impuesto, construcción genuina.
El desafío post electoral no es interpretar la derrota desde el abatimiento, ni buscar consuelo en la viralización de una sensibilidad compartida.
El desafío es restituir la capacidad de convertir lo que sentimos en acción situada, organizada, responsable del territorio y del porvenir.
El algoritmo administra reacciones.
La comunidad organizada produce futuro, desafía la injusticia y diseña los cimientos del porvenir.




