La Teología del Pueblo, corriente que
brotó en Argentina bajo la inspiración de Rafael Tello y Juan Carlos Scannone,
sostiene que el pueblo, en su caminar histórico, es portador de una sabiduría
de fe profunda.
No es un sujeto pasivo de evangelización, sino protagonista vivo de una
experiencia de Dios que se expresa en su cultura, sus luchas, su religiosidad
cotidiana.
Esta perspectiva entiende que la fe popular —expresada en peregrinaciones,
promesas, altares familiares, gestos de solidaridad— no es una forma menor de
cristianismo, sino una de sus manifestaciones más auténticas.
Francisco
encarnó esta visión no solo desde el estudio, sino también desde la experiencia.
Como sacerdote, como obispo y luego como Papa, habitó esa religiosidad que se
respira en los barrios, en las villas, en las calles donde la fe y la vida son
inseparables.
Se lo
vio caminar junto a su pueblo en la peregrinación hacia Luján, compartiendo los
kilómetros de cansancio y esperanza, rezando junto a quienes llevan sobre sus
espaldas promesas de sanación, de gratitud o de súplica.
Se lo vio haciendo la fila, cada 7 de agosto, en San Cayetano, junto a
trabajadores y familias humildes, pidiendo pan y trabajo, no como acto de
poder, sino como hermano de fe.
Se lo vio celebrando las misas de la Virgen de Caacupé, el 8 de diciembre, en
las capillas de los barrios, abrazando
la fe de los migrantes paraguayos, cantando con ellos a la Madre que cuida y
sostiene.
En
todos esos gestos, Francisco no “bajaba” al pueblo: era pueblo.
Entendía, como pocos, que en esos caminos de la fe, en esas filas de enorme devoción
, en esas lágrimas silenciosas, habita una mística poderosa: la certeza de que
Dios camina con su gente, que no se desentiende de su dolor ni de su alegría.
Esa
misma comprensión lo llevó a mirar a los movimientos sociales no desde la
sospecha, sino desde la esperanza.
Francisco reconoció en ellos la expresión viva de “los descartados” que no se
resignan: hombres y mujeres que, en medio de la intemperie, sueñan y construyen.
Por eso los llamó poetas
sociales: porque son capaces de crear belleza, justicia y
comunidad en medio de un mundo que los margina.
Lejos
de una mirada asistencialista o paternalista, Francisco propuso reconocer en
los pobres sujetos activos de transformación histórica.
Desde esa convicción, su predicación sobre Tierra, Techo y Trabajo no fue solo una
consigna: fue la afirmación teológica de que la dignidad no es un privilegio,
sino un derecho sagrado.
Hoy,
mientras en muchos hogares una vela se enciende junto a una estampa de Luján,
mientras una oración se escapa entre lágrimas frente a un pequeño altar
doméstico, Francisco sigue estando.
Está en ese rincón humilde donde la fe popular mezcla la memoria de los
abuelos, las promesas calladas y las luchas diarias.
Está en la certeza, simple pero invencible, de que Dios es bueno, cercano,
parecido a nosotros.
El
legado de Francisco es, sobre todo, una restitución: nos devolvió la certeza de
que no hace falta estar cerca del poder para legitimar la fe, lo que uno cree
Francisco nos mostro que hay un Dios compañero, amigo, cercano que esta
presente en peregrinación a Luján, en la fila de San Cayetano, que habita en el
gesto sencillo de encender una vela ante la virgencita de Caacupé o tender la
mano al hermano herido.
En esa
fe que no se rinde, en esa esperanza que no necesita permisos, Francisco sigue
vivo.
Francisco nuestro, que estás en el pueblo.