El Eternauta no es solo una historieta. No es solo una
serie para maratonear. Es una forma de memoria. Una forma de lucha. Y habla,
sobre todo, de nosotros.
Nosotros: los que vivimos las inundaciones por estar a la
vera del Río Matanza. Los que crecimos sabiendo que si el agua entra, se sale
con organización. Los que aprendimos desde chicos que la respuesta no viene de
arriba, sino de la organizacion, de la olla, de los vecinos que se arriman. Los
que sabemos lo importante de una ronda alrededor de un brasero, de mate cocido que se comparte, que las
tortafritas no se hacen solo con harina sino con afecto.
Nosotros: los que hicimos andar la radio con las pilas
prestadas del vecino. Los que improvisamos una capa con una bolsa de consorcio.
Los que salimos igual, desafiando el frío, la lluvia o el virus, porque había
que buscar al que quedó atrás. Los que nos calentamos con lo que hay. Los que
festejamos la pequeña victoria en medio de la inundación o el corte de luz.
El Eternauta recoge esa memoria. No es el héroe que
se destaca por sobre los demás. Es el que se construye entre muchos. La serie
lo dice con delicadeza y calidez. Hay escenas que conmueven: el fuego
compartido, la radio que emite en medio del apagón, el abrigo que se pasa de
mano en mano. El gesto más simple se vuelve emblema. Cada uno de esos detalles
habla de una sensibilidad que no está en los la academia o el despacho, sino en
los pasillos, en las esquinas, en el barrio.
La reorganización de la resistencia ocurre en el Solei, ahí
en el Bajo Boulogne, cerca de Villa Hidalgo, de La Magnolia. Al lado del
CEAMSE, donde todo lo que la ciudad descarta encuentra otra forma de vida. Esa
esquina del conurbano donde la historia se hace a fuerza de guiso, de trama
afectiva. Donde la dignidad se construye con lo que hay a mano: maderas viejas,
esfuerzo compartido, sueños reciclados, voluntad organizada.
Los que rompen el cerco en la historia no son eruditos ni
funcionarios. Son dos pibes de barrio, del “All inclusive” de allá al frente, la
unidad 48. Al principio les desconfían, como siempre. Pero terminan siendo
ellos los que hacen andar la locomotora. Los que van al frente. Los que, con
pocas palabras y mucho coraje, muestran el camino. Los que conocen el
"yaha catú": esa lengua entreverada del conurbano, mezcla de guaraní,
lunfardo y ternura. Ese decir que conjuga lo ancestral con lo cotidiano, que
nombra lo que la ciudad olvida, que abraza sin solemnidad. Como los pibes de
Malvinas, que resistían a punta de sapukay, con firmeza y dignidad.
El Eternauta no es un héroe del pasado. Es una clave
para entender este presente. En tiempos donde el gobierno intenta imponer el
odio y el individualismo como única salida, esta historia nos recuerda que la
salida es colectiva. Que la esperanza no se decreta: se construye con otros.
No hay que buscar superpoderes. Hay que mirar al costado. El
héroe está en el barrio. En el que comparte. En el que no se borra. En el que
vuelve.
Un héroe nuestro. Un héroe de nosotros. Un héroe de barrio.