Hace unos días, charlando sobre la situación del país con un compañero, me contaba que le tocó hacer un trabajo en Nordelta, el barrio de los ricos. El compañero reflexionaba sobre lo evidente: toda esa infraestructura de lujo, con baños impecables y casas deslumbrantes, existe porque albañiles y obreros del Conurbano la construyen y la sostienen. Sin embargo, esos mismos trabajadores son luego estigmatizados con frases como que “cagan en un balde”, como si fuéramos seres primitivos, incapaces de pensar, elegir o vivir con dignidad.
La frase no es solo una agresión. Es un modo de gobierno. Al reducir al trabajador a una caricatura degradada, se trasladan las responsabilidades del Estado y de las empresas hacia el individuo. Se instala la idea de que los pobres “eligen vivir así”, y con ese argumento se justifican recortes de obra pública, tarifazos y privatizaciones. Es, en el fondo, un comportamiento de desprecio hacia los sectores populares que revela el carácter autoritario y antidemocrático del oficialismo: negar la dignidad del otro es también negar su ejercicio democrático y su ciudadanía.
El insulto se sostiene en una visión jerárquica que divide al país en un centro “civilizado” y una periferia “atrasada”. Esa mirada desconoce que en el Conurbano existe una lógica comunitaria y solidaria que organiza un esfuerzo colectivo por vivir con dignidad.
Desde esa perspectiva, se pretende imponer un estándar de modernidad definido desde el centro, mientras se niega lo que ya existe en los barrios: otra belleza, hecha de una mirada colectiva, que esta atenta a la vida del otro, donde se ayuda a cargar una loza o se arreglan espacios comunes en una jornada solidaria de trabajo. Nuestra dignidad no cabe en un balde, ni su desprecio en nuestras urnas. Quienes sostienen esas definiciones nunca cruzaron la General Paz: no conocen el país real y por eso tampoco pueden gobernarlo.
La metáfora del balde no fue inventada por las redes: la instaló el propio Milei y luego fue repetida por sus voceros. Forma parte de un discurso de odio que golpea los afectos de los trabajadores y degrada a los sectores populares.
Ese mecanismo no es inocente: busca humillar. Y si esas agresiones se reiteran, es natural que cuando los funcionarios pisan la calle reciban el repudio de la gente y sean corridos a verdurazos. No es irracionalidad: es la respuesta frente a un poder que agrede y desprecia.
Pero esa práctica tiene consecuencias políticas. La derrota de Milei en la Provincia de Buenos Aires lo expresa con claridad. En lugar de seducir al electorado, el gobierno lo insulta. Así, la desconexión entre el poder y los ciudadanos se profundiza, especialmente con el pueblo que vive más allá de la General Paz. El odio a los pobres no solo es injusto: es políticamente suicida. Incluso quienes alguna vez acompañaron al oficialismo hoy lo ven como responsables del deterioro de su vida cotidiana. Lo que se cosecha después de sembrar desprecio no es gobernabilidad: es derrota.
Somos el corazón trabajador de la Argentina. Del Conurbano surge la fuerza de trabajo que hace andar al país, la misma que sostiene la vida de nuestros barrios y también las comodidades de las que otros se ufanan. Sin nosotros, no habría casas ni cloacas, no habría balde ni baño para los ricos: solo su propia mierda. Esa es la verdad que intentan tapar con estigmas y discursos de odio, pero que se revela todos los días en la dignidad del trabajo popular. El camino del veto y el discurso de odio del gobierno, exacerba la dignidad del pueblo humilde, conduce a una agudización de la crisis de gobernabilidad y a una nueva paliza electoral en octubre. El insulto agita el enojo, y la crueldad la movilización.




