Hay una frase repetida por generaciones de militancia popular que funciona como un ritual político y emocional: “si Evita viviera, sería…”. Cada corriente completó el enunciado a su manera, proyectando allí sus deseos, sus lecturas y su identidad. Esa frase, en el fondo, hablaba más de quienes la usaban que de Evita misma.
Hoy esa frase adquiere un matiz inesperado. No porque vaya a completarse literalmente, sino porque aparece una forma nueva de representación: una estetización que convierte la política en una imagen amable, ordenada, consumible. Una figura diseñada para entrar bien en cámara, que se vuelve contenido, que resigna su fuerza histórica en favor de un estilo visual reconocible.
Pero este artículo no trata de Evita. Esa pregunta absurda —¿sería runner?— funciona solo como un disparador para hablar del presente.
Lo que realmente está en discusión es el estereotipo de militancia y de dirigencia que están produciendo ciertos sectores del peronismo.
La intención no es imaginar a Evita entrenando para maratones, sino usar esa exageración como provocación para problematizar algo mucho más actual: hoy parecen existir dirigentes más centrados en filmar entrenamientos y proezas runners, luciendo cuerpos fit como si esa fuera la nueva credencial de representatividad.
Este fenómeno no es anecdótico: expresa un movimiento donde la política se define cada vez menos por el territorio, la organización colectiva y el conflicto social, y cada vez más por la estética hegemónica, la presentación personal y los códigos de las redes sociales.
Para un sector del peronismo, la estética dejó de ser un recurso y se volvió identidad política. Y allí aparece una tensión profunda: cuando la identidad se construye desde la imagen personal, el pueblo real empieza a quedar afuera de la construcción política
Durante décadas, la militancia popular se imaginó a sí misma desde corporalidades y prácticas que remitían a la materialidad concreta del trabajo, del territorio, de la organización barrial, del conflicto.
La representación del sujeto político popular emanaba de esa experiencia:
fábricas, comedores, clubes, unidades básicas, asambleas, calles, cooperativas.
Hoy desde un sector emerge otro estereotipo:
el militante estilizado, cuidado, prolijo, emocionalmente neutro, corporalmente hegemónico.
Un militante que ya no se legitima por su inserción en el territorio sino por su capacidad de producir imágenes limpias, agradables, aspiracionales.
La militancia empieza a verse más como una presentación de sí que como una forma de intervenir en la realidad, es una nueva gramática política donde la estética toma la iniciativa y lo político queda en segundo plano.
Es una mutación silenciosa pero profunda, cuando la política depende más de cómo se ve que de cómo se vive, la representación se vuelve frágil. Y, con sutileza, también se vuelve antipopular, porque deja fuera a los cuerpos, las historias y las estéticas que no encajan en ese molde.
No se trata de cuestionar a nadie por hacer deporte ni por mostrarse.
Se trata de advertir cómo ciertos sectores del peronismo han convertido la estilización de la imagen en un componente central de su modo de hacer política.
Allí la militancia aparece mediada por una narrativa visual que prioriza la armonía del cuerpo, la prolijidad del plano y el tono amable de las redes, desplazando parcialmente la representación del territorio, del conflicto y de la experiencia popular.
La militancia empieza a adoptar una estética del bienestar individual, donde el yo se exhibe como modelo de disciplina, orden y autosuficiencia. Esa gramática, lejos de ampliar la representación popular, tiende a estrecharla.
El sujeto político ya no surge de la comunidad: surge de las redes.
Trasladar la militancia al terreno del fit y del running no es un gesto neutro: marca una frontera de clase, aunque se la disimule.
Los cuerpos entrenados, las rutinas de autocuidado, los planos cinematográficos y la autosuficiencia emocional pertenecen más al universo de la clase media profesional que al de la vida popular.
Es una estética que, lejos de representar lo popular, tiende a invisibilizarlo.
Para graficarlo, podemos mencionar el caso de Mayra Mendoza, cuyo sector político expresa con claridad esta deriva hacia la centralidad de la imagen personal. Allí la militancia aparece mediada por una narrativa visual que prioriza la armonía del cuerpo, la prolijidad del encuadre y la amabilidad estética propia de las redes, desdibujando el conflicto y la experiencia concreta de los territorios.
Esa estetización —que pretende ser moderna, fresca, inspiradora— termina configurando un modelo de representación que excluye más de lo que incluye y que, sin quererlo, deja en los márgenes a los cuerpos, los gestos y las prácticas que históricamente definieron lo popular.
El problema no es que un dirigente entrene o cuide su salud.
El problema aparece cuando ese cuidado se convierte en eje identitario, en credencial política, en reemplazo de la praxis. Cuando la imagen ocupa el lugar del territorio, cuando el plano sustituye al conflicto, cuando la estética desplaza a la experiencia.
El peronismo nació de una experiencia social profundamente arraigada en el subsuelo de la patria: surgió de la materialidad concreta de la vida popular, no de la producción de imágenes; de los barrios, no de la estética cuidada de un set de filmación; del conflicto social, no de la lógica modulada del algoritmo. Los cuerpos que protagonizaron su origen no estaban definidos por la autorrepresentación, sino por la urgencia de organizarse colectivamente para transformar la realidad.
Por eso, cuando la política empieza a pensarse como una práctica que debe verse bien antes que en modificar las condiciones injustas de la realidad, la militancia se redefine más como performance identitaria y pierde su potencia transformadora.
Y una representación popular que se apoya más en la estética que en la experiencia compartida corre el riesgo de producir un pueblo imaginado, no uno real
La reflexión no apunta a la vida personal de nadie, sino al desplazamiento conceptual que produce esa estética. Cuando la política se piensa desde la forma antes que desde el conflicto, la militancia deja de ser un trabajo colectivo. Y cuando la representación popular se organiza desde parámetros estéticos propios de sectores medios urbanos, la política corre el riesgo de volverse, sin notarlo, antipopular: más preocupada por el modo de verse que por el modo de estar; más cerca del lenguaje aspiracional que del tejido real de los barrios.
La pregunta nunca fue si Evita sería runner.
La pregunta es qué le ocurre a un sector del peronismo cuando empieza a creer que la militancia se modela estéticamente en lugar de formarse políticamente.
Y ahí aparece el problema mayor, una práctica política que se piensa desde la forma antes que desde el conflicto termina alejándose, casi sin notarlo, de la experiencia popular que dice representar.



