Del 22 de julio al 10 de agosto de 2025, el buque oceanográfico R/V Falkor (too) desarrolla una campaña científica frente a las costas de Mar del Plata, en plena Zona Económica Exclusiva (ZEE) de Argentina. Se trata de una expedición ambiciosa del Schmidt Ocean Institute, una fundación estadounidense, con participación de científic@s del CONICET, INIDEP, UBA y otras instituciones locales.
Sin embargo, el dato más inquietante es que el buque opera bajo bandera del Reino Unido (Islas Caimán). Es decir, una nave registrada en territorio colonial británico circula por una zona estratégica del Atlántico Sur, en momentos donde Argentina sostiene un reclamo activo por las Islas Malvinas y sus aguas circundantes.
La Disposición Transitoria Primera de la Constitución Nacional afirma la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas y los espacios marítimos correspondientes. Desde esta perspectiva, la autorización a una nave con bandera británica en la ZEE no es un simple trámite administrativo: es una contradicción directa con el mandato constitucional.
Aunque no haya actividad pesquera ni comercial, la presencia británica en zonas bajo jurisdicción nacional constituye un riesgo diplomático y simbólico. Es una cesión de legitimidad encubierta, avalada por la omisión de los poderes del Estado.
La autorización fue emitida por el Consejo Federal Pesquero (CFP), en el marco de la Ley 24.922. Esta norma regula exclusivamente la explotación y conservación de recursos pesqueros. Sin embargo, las tareas del Falkor (too) —como la recolección de muestras biológicas, el análisis de ADN ambiental y el mapeo del fondo oceánico— exceden claramente ese alcance.
La legislación argentina no cuenta con un régimen específico para la bioprospección marina, lo que deja un vacío normativo en temas de altísimo valor científico, estratégico y económico.
Este caso expone un problema mayor: la fragmentación del Estado argentino, donde organismos técnicos toman decisiones con implicancias soberanas sin coordinación política ni control parlamentario.
El Schmidt Ocean Institute se presenta como una organización filantrópica que promueve la ciencia abierta. Sin embargo, su agenda está fuertemente ligada a la carrera global por el conocimiento aplicado a la biotecnología, la inteligencia artificial y la exploración mineral.
La información recolectada en estas campañas puede convertirse en patentes, desarrollos industriales o ventajas económicas para actores que no rinden cuentas al Estado argentino ni comparten los beneficios del conocimiento.
Aquí la pregunta es clara: ¿quién se queda con los datos? ¿Quién controla el destino de las muestras? ¿A qué intereses responde esta expedición?
El Falkor (too) opera sobre el talud continental argentino, una de las regiones de mayor biodiversidad del Atlántico Sur. En particular, explora el Cañón Submarino de Mar del Plata, un área estratégica tanto por su riqueza biológica como por su valor geopolítico.
En un contexto donde la disputa por los bienes comunes del océano se intensifica, cualquier actividad extranjera sobre nuestra plataforma continental debe leerse en clave de presencia, control y legitimación territorial.
No se trata de ciencia o conspiración: se trata de soberanía y capacidad de decisión sobre nuestros recursos.
Mientras otros países protegen con celo sus datos, sus fondos marinos y sus zonas sensibles, Argentina parece desentenderse de su propia soberanía bajo el mar. La política marítima está ausente, delegada o silenciada. Pero el océano —como el territorio— también es frontera, también es patria.
La ciencia no es el problema. El problema es cuando se usa la cooperación científica para enmascarar procesos de intervención o desposesión. Cuando se permite la circulación de buques británicos en zonas estratégicas sin debate público, sin aprobación parlamentaria, sin control efectivo del conocimiento producido.
Este caso no debería cerrarse como un trámite técnico. Debería abrirse como un debate urgente: ¿qué modelo de soberanía queremos construir en el siglo XXI? ¿Uno que entregue el conocimiento, los recursos y el territorio? ¿O uno que entienda que la soberanía también se ejerce en el fondo del mar? ¿Quién decide sobre nuestras aguas? ¿Quién custodia nuestros datos? ¿Quién defiende lo que nos pertenece?
Mientras no haya respuestas claras, el riesgo es que lo hagan otros, en nuestro nombre y contra nuestros intereses.