En estos días, miles nos dejamos conmover por la belleza del fondo del mar argentino: una estrella de mar, un pepino translúcido, un pez abisal. Ese asombro genuino nos conecta con algo profundo: la riqueza de nuestros recursos naturales y la maravilla de nuestra fauna marina. Pero justamente por eso, no podemos perder de vista lo esencial. Lo que vimos nos pertenece. Y debe reafirmar nuestra lucha por la soberanía sobre mares y ríos. El conocimiento sin herramientas propias es dependencia. La ciencia sin barcos es ciencia sin soberanía.
En estas horas, millones de argentinos y argentinas siguen con entusiasmo el streaming en vivo de una expedición científica en el Cañón Submarino de Mar del Plata. En redes sociales, el fenómeno fue imparable: memes, capturas, nombres simpáticos para los animales encontrados —como la ya célebre “estrellita culona”—, clips compartidos y una emoción colectiva difícil de ignorar. Sin embargo, entre tanta fascinación por el fondo del mar, no dejemos de mirar lo que flota en la superficie: la ciencia argentina está siendo vaciada, y quien navega nuestras aguas es un buque extranjero.
El buque en cuestión se llama R/V Falkor (Too). Es un moderno barco oceanográfico, pero no argentino. Está registrado bajo bandera de las Islas Caimán, territorio británico de ultramar, y es operado por el Schmidt Ocean Institute, una fundación norteamericana fundada por Eric Schmidt, ex CEO de Google. Es decir, la expedición se hizo en aguas argentinas, con científicos del Conicet, pero a bordo de un barco británico y financiada con infraestructura estadounidense.
La transmisión en vivo del descenso del ROV (vehículo submarino no tripulado) fue un éxito. A través de YouTube, más de 2 millones de personas vieron la expedición. Hubo más de 30.000 espectadores simultáneos en momentos pico. Las criaturas halladas —algunas nuevas para la ciencia— generaron asombro, curiosidad e identificación emocional. La estrella de mar apodada “culona”, peces transparentes, corales y especies abisales captaron la atención del país entero.
Ese entusiasmo social no es menor: demuestra que el conocimiento despierta emociones y que existe un vínculo profundo entre la comunidad y su entorno natural. Pero también evidencia un vacío: cuando el Estado abandona su rol, el espectáculo —aunque valioso— reemplaza a la política pública.
Mientras se viralizaban las criaturas submarinas, el Conicet sigue sufriendo recortes, los institutos de investigación sobreviven con presupuestos mínimos, y la Argentina no cuenta con buques científicos propios plenamente operativos. Si esta campaña pudo realizarse fue gracias a una fundación extranjera que puso el barco, la tecnología y el canal de difusión.
Esto no es cooperación científica: es dependencia estructural. Y es parte de un modelo que desfinancia el sistema nacional de ciencia y técnica, mientras celebra un espectáculo del que somos espectadores más que protagonistas.
En un país que supo lanzar satélites, construir reactores y formar científicos de excelencia, explorar nuestro mar con buques ajenos debería encender una señal de alarma, no de euforia ingenua.
No se trata de negar el valor del descubrimiento ni el mérito de los investigadores argentinos, que son reconocidos y admirables. Se trata de no perder de vista el contexto. No alcanza con emocionarnos por lo nuestro si no podemos investigarlo con herramientas propias.
Celebramos la estrellita culona, pero no olvidemos que no tenemos el barco, ni el presupuesto, ni la voluntad política de sostener un proyecto científico soberano.