No hacen falta camisas negras ni marchas con antorchas para que el fascismo se manifieste. A veces basta con un discurso que deshumaniza al otro, una política que castiga a los débiles y una policía que reprime con eficiencia gerencial. Lo que estamos viviendo en la Argentina bajo el gobierno de Javier Milei no es una mera expresión de liberalismo extremo: es un experimento autoritario que, con estética digital y retórica libertaria, actualiza algunos de los rasgos más oscuros del fascismo clásico. Un fascismo de baja intensidad, pero no por ello menos peligroso.
Desde su llegada al escenario político, Milei ha desplegado un lenguaje cargado de odio y desprecio. No se trata de un exabrupto ocasional ni de un estilo estridente: es una estrategia de construcción de poder. El otro es “casta”, “parásito”, “zángano”, “residuo humano”. El recurso a la deshumanización es un rasgo estructural del fascismo: elimina la dignidad del adversario y lo convierte en blanco legítimo del escarnio, del ajuste y de la represión.
Esta narrativa, con su carga simbólica degradante, no solo apunta a dirigentes o sectores políticos, sino que también alcanza a los jubilados, a las personas con discapacidad, a los trabajadores organizados, a los científicos, a los artistas, a los movimientos sociales. La violencia discursiva crea condiciones para la violencia institucional.
Otro pilar de este modelo es la jerarquización de las vidas. Para Milei, solo son valiosas aquellas que responden al ideal del individuo autosuficiente, competitivo y exitoso. El resto es considerado un lastre, un obstáculo al “orden espontáneo” del mercado.
La represión a personas con discapacidad ocurrida esta semana no solo confirma esa jerarquización; la exhibe con crudeza. En las imágenes que circularon por redes y medios, una mujer con muletas, enfrentaba a la gendarmeria y les gritaba: “¿Qué daño te puedo hacer yo con una sola pierna?” A su lado, otra manifestante sostenía una pancarta con la palabra “Dignidad”.
La escena, no se explica como exceso ni error operativo: es la expresión fiel de una política que considera que hay cuerpos prescindibles, que hay reclamos que no merecen respuesta, que hay sujetos que no valen lo suficiente para ser escuchados.
El fascismo de Milei no intenta una épica colectiva ni una mística nacionalista, sino que busca implementación burocrática de un orden cruel, ejecutando recortes, humillaciones, silencios forzados.
A diferencia de los regímenes fascistas clásicos, este no busca movilizar a las masas sino disgregarlas. No organiza un pueblo, lo fragmenta. Instala el cinismo como sentido común, el odio como brújula moral y la crueldad como método de gobierno.
El resultado es una racionalidad autoritaria que combina violencia simbólica, desprecio social y represión estatal bajo una fachada de eficiencia y modernidad.
Frente a este escenario, urge la necesidad de resistir, y en ese proceso una de las herramientas es intepetrar el fenomeno que nos gobierna. No estamos ante una desviación ideológica menor, sino ante un intento sistemático de redefinir los vínculos sociales a partir del desprecio y la desigualdad. Llamarlo fascismo de baja intensidad no busca inflamar el debate: busca esclarecer el sentido de lo que está ocurriendo.
Este tipo de fascismo no irrumpe; se instala. Socava todos los días la sensibilidad democrática. Su avance no se mide en discursos, sino en cuerpos vulnerables reprimidos, en silencios impuestos, en derechos convertidos en mercancía.
Lo más peligroso del fascismo de baja intensidad no es su espectacularidad, sino su capacidad de filtrarse en lo cotidiano, de volverse razonable. No necesita convencer: le basta con que aceptemos. Que aceptemos que un jubilado no tiene derecho a comer. Que aceptemos que una persona con discapacidad es un costo. Que aceptemos que protestar es un privilegio. Que aceptemos, incluso, que nada puede hacerse.
Ese es su triunfo: volver natural lo intolerable.
Frente a eso, la respuesta no pasa por la nostalgia ni por la épica de ocasión. Pasa por rehacer lo común. Por volver a reconocer en el otro —en su fragilidad, en su diferencia, en su derecho a existir— un límite al poder que humilla y una afirmación de lo humano.