Milei aparece sucio, feo y derrotado. Después de arrogarse la locura como sinónimo de inocencia y la impunidad como escudo, se hunde en un territorio paralelo a la realidad, donde lloriquea y se victimiza para eludir responsabilidades frente al robo a los discapacitados, las coimas y la corrupción.
Milei y su modelo están derrotados. Y el autor de ese límite al intento canallesco de hambrear a los pobres para que los ricos sean más ricos no es otro que el pueblo: la gente, los sencillos que ayer, con un cartel en la mano, se acercaron a las inmediaciones del cierre de campaña de los vigilantes de violeta a expresar lo más básico y humano que se pueda expresar: con los discapacitados no, con los jubilados no, con nuestra comida no.
Ya no habla de arrasar ni de atropellar con su pretendida “motosierra moral”. Ahora Milei balbucea sobre un “empate técnico”, revelando la fragilidad de su relato. Lo que alguna vez fue presentado como una marea incontenible se redujo a un cálculo mezquino de encuestas, a la apelación desesperada de cada voto, a la evidencia de que el supuesto fenómeno es, en verdad, un espejismo que se desvanece.
Durante meses escuchamos a muchos —disque grandes pensadores del “campo popular”— pontificar que Milei era un fenómeno disruptivo, único, incomprensible. Al mismo tiempo, degradaban a nuestras propias fuerzas, desestimaban la movilización y la resistencia barrial como si fueran anacrónicas o ineficaces. Esos librepensadores de café de Palermo también perdieron cuando el aire fue cortado por un brócoli. Perdieron con Milei, derrotados frente a la vitalidad de un pueblo que no necesita manuales para saber cómo y cuándo poner un límite.
Cuando Milei habla de la “vida humana” como si existiera otra vida distinta, no revela grandeza sino extravío. Esa manera de presentarse como figura bíblica, como Moisés que abre las aguas o Abraham que funda pueblos, es en realidad el síntoma de un poder que se disocia de la vida concreta. Cree que lo humano es un atributo excepcional de su investidura, como si los demás habitáramos una existencia menor.
La contradicción es brutal: mientras se proclama defensor de la vida humana, ha sido el principal verdugo de la vida social. Atacó la mesa familiar al disparar los precios de los alimentos, convirtió la calefacción en un lujo inalcanzable y transformó el derecho a la vejez digna en una condena a la precariedad. La vida que degrada no es una abstracción: es la vida cotidiana de millones de argentinos y argentinas que resisten en carne propia la violencia de sus decisiones.
Milei está corroído por su propio cinismo: coimero, trucho, rodeado de barrabravas y operadores. Pero más allá de sus miserias personales, lo central es que ya no gobierna el sentido de época. La sociedad dejó de escuchar en su voz una promesa y empezó a reconocer un peligro. Y esa ruptura es irreversible.
Derrotado por un pueblo que no se resigna, que no entrega sus redes de solidaridad, que no renuncia a la lucha, Milei se va achicando en un discurso de excusas y lamentos. Porque cada cartel levantado, cada grito que brota de la dignidad más elemental, cada gesto de comunidad en medio de la adversidad, constituye una victoria concreta frente a su modelo de crueldad y saqueo.
Y este domingo, en el proceso electoral, se va a terminar de consumar esa derrota, que no es solo cuantitativa, con los votos desfavoreciéndolo, sino fundamentalmente la derrota de la crueldad frente a la comunidad organizada, frente a un pueblo que a pesar de hidrantes, bastones, gendarmes, prefectos, infantería, PSA, helicópteros, gases y cobardes salió y sale a pelear, sin CGT, rompiendo la especulación y abriendo un nuevo tiempo de la política: el poder popular que no requiere de dinastías ni jefaturas, de dádiva o lugar en la lista, porque tiene cosas más sagradas que defender que lo efímero del poder.




