El tiempo político
y la dificultad de leer el presente
La carta de Cristina llega en un momento en que el
peronismo busca orientación tras la derrota. Pero más que una intervención
táctica, el texto deja ver una distancia entre el lenguaje político y
la sensibilidad social del presente.
Cristina ordena, explica, denuncia. Sin embargo, el problema no está sólo en
los argumentos, sino en la forma: en la insistencia de una lógica política que
todavía intenta interpretar el presente con categorías del pasado.
Hay precisión en el diagnóstico electoral,
pero falta revisión del lugar desde donde se conduce. La
responsabilidad de los liderazgos nacionales y provinciales —incluidos los
suyos— no aparece. En cambio, se señala a otros actores, como Kicillof, lo que
refuerza tensiones internas y posterga una reflexión más estructural: cómo
reconstruir una fuerza popular que no quede atrapada entre la nostalgia y la
autoreferencia.
El punto central no es la carta en sí, sino
lo que revela: una política que corre detrás de su tiempo, que
busca certezas en un mundo que ya cambió de ritmo.
Militancia y
sociedad: la energía que persiste, el lenguaje que se agota
Cristina le habla a la militancia. Pero lo
que aparece en el fondo es una tensión entre la vitalidad social que
sigue existiendo y la dificultad de la política para nombrarla.
La militancia no desapareció: se transformó.
Vive en los barrios, en las cooperativas, en la educación popular, en los
medios comunitarios. Esa trama comunitaria continúa sosteniendo lo común
incluso cuando el Estado se retrae.
Pero al mismo tiempo, la vida social se reorganizó: las redes digitales, la
pandemia, la precarización y los nuevos modos de comunicación alteraron el mapa
de la participación. El compromiso ya no siempre pasa por la estructura ni por
la consigna.
Ahí la carta muestra su límite: mantiene la
épica y la pedagogía de otra etapa, pero no alcanza a traducir los matices del
presente. No porque la militancia haya perdido fuerza, sino porque la
política perdió oído.
El desafío no es conservar un lenguaje, sino volver a escuchar la época.
Leer las nuevas formas de sensibilidad, los modos en que el pueblo se expresa,
se cuida, se busca. La política tiene la tarea —y la deuda— de reconocer en
esas mutaciones una nueva fuente de sentido, no una amenaza a su conducción.
La memoria como
impulso, no como refugio
El kirchnerismo fue una irrupción que amplió
derechos y reinstaló la política como herramienta de transformación. Su legado
es innegable. Pero todo legado necesita actualización. La memoria, si se cierra
sobre sí misma, se vuelve frontera.
La carta de Cristina refuerza esa memoria, pero carece de horizonte.
Nombra con lucidez los ataques del poder, pero no logra formular una estrategia
que recupere iniciativa.
No se trata de negar lo que fue, sino
de abrir lo que puede ser. El movimiento nacional y popular debe
volver a unir memoria y deseo: sostener la historia, pero sin que se convierta
en muralla. La época no espera. Los pueblos cambian, las palabras envejecen, y
el desafío es reinventarlas sin perder identidad común.
Volver a escuchar
la época
Más que un texto sobre elecciones, la carta
expone la tensión central del tiempo político: la dificultad de
escuchar. Escuchar el rumor de lo nuevo, lo que aún no tiene nombre;
escuchar el cansancio, la precariedad, pero también la potencia que sobrevive.
Leer la época es más que hacer análisis:
es sentir la dirección de lo que viene. La política sólo puede
recuperar su potencia transformadora si se deja interpelar por la sociedad real
—no la idealizada, sino la real— y encuentra un lenguaje capaz de volver a
encender la imaginación colectiva.
Entre la memoria y el deseo, el desafío no es
custodiar un pasado glorioso, sino volver a construir porvenir



