La economía de Javier Milei no puede entenderse como un experimento aislado ni como la aplicación estricta de un dogma neoliberal. Lo que se despliega con cada ajuste, con cada recorte y con cada medida que hiere a los más humildes, es la continuación de una guerra que las clases dominantes, la oligarquía argentina, le declararon históricamente a los sectores populares.
Las imágenes de esa violencia se suceden como un álbum persistente: la Conquista del Desierto, presentada como epopeya civilizatoria, pero en realidad planificada como exterminio de pueblos originarios para poner la tierra al servicio de la renta; el bombardeo a Plaza de Mayo en 1955, que convirtió en blanco a trabajadores y trabajadoras que habían salido a defender a Perón; la desaparición de 30.000 compañeros y compañeras durante la dictadura, método sistemático para borrar a una generación que buscó justicia social; el gatillo fácil en los años 90, convertido en política no escrita de disciplinamiento y exterminio de los pibes de los barrios y, en la actualidad, como ordenador del poder policial; la represión a jubilados que resisten al despojo de sus haberes; la criminalización de la protesta social y de los movimientos sociales.
Cada una de estas escenas no son episodios aislados: forman una continuidad histórica donde la oligarquía despliega su odio de clase y pretende reafirmar su dominio castigando a los de abajo. "El antipopulismo en la Argentina no es solo una disputa política o electoral, sino una forma cultural de desprecio hacia las mayorías, un modo de deslegitimar cualquier protagonismo popular tratándolo como barbarie, amenaza o exceso".
La economía de Milei, presentada como “técnica” o “inevitable”, es parte de esa misma cadena. Los despidos masivos, el hambre como herramienta de control, la brutal transferencia de ingresos desde los pobres hacia los ricos, no son errores ni consecuencias secundarias: son la traducción contemporánea del mismo proyecto histórico de exclusión. La crueldad se nombra como virtud, el sufrimiento de las mayorías se naturaliza como precio del orden, y el ajuste se convierte en castigo.
Frente a ese odio estructural, el peronismo significó y significa algo distinto: un resguardo y un territorio amigable para las clases populares, un espacio donde los trabajadores se reconocieron parte constitutiva de la nación. Con sus contradicciones, con sus momentos de decepción o enojo, el peronismo es inseparable de la identidad nacional porque introdujo un hecho político irreversible: los humildes también son el pueblo, los descamisados también son la patria.
En este tiempo, ese resguardo se expresa con especial claridad en la identidad barrial, que preserva el carácter popular del peronismo frente a un relato eurocéntrico que pretende desplazarlo hacia una mera performance publicitaria, de marketing con aspiraciones “filo-europeas”. Ya otros movimientos populares en América Latina recorrieron ese camino de adaptación estética, con el costo de vaciar su raíz popular convirtiéndose en parte del status quo. En cambio, el anclaje en los barrios, la militancia territorial y comunitaria, garantizan que el peronismo siga siendo un refugio político con raíces profundas.
Lejos de la resignación que intentó instalar el mileísmo, la práctica política de los sectores populares mantuvo su vitalidad en las tramas territoriales donde se resguarda la experiencia colectiva. Esa persistencia se expresó también en el rotundo triunfo en las elecciones provinciales, que no puede leerse como un accidente coyuntural, sino como la manifestación de una comprensión histórica que el pueblo argentino tiene sobre los procesos y sus tiempos. El voto, en ese marco, no aparece como un acto aislado, sino como parte de una decisión colectiva de no rehuir a la pelea, de sostener la disputa frente al odio de clase y la crueldad del ajuste.
Frente a esa violencia, los barrios y la militancia que los sostiene se convierten en una respuesta concreta a la crueldad, en un desafío a la estigmatización histórica y en un escenario permanente de pelea contra la injusticia. No se trata solo de un resultado electoral sino mas bien de un proyecto de país distinto, gestado en lo cotidiano, en lugares distanciados del poder pero centrales en proceso histórico. Esa construcción barrial, sostenida en la militancia y lo comunitario, es la que resguarda al peronismo en su potencia identitaria y, al mismo tiempo, la que enfrenta a los poderosos que sistemáticamente descargan su odio sobre la gente.



